jueves, 14 de mayo de 2009

El legado, Capítulo 1



Nueva York, 1988




Después de pasar casi dos horas inclinado sobre el plano del museo precolombino, Oliver sintió la necesidad de enderezar la espalda. Se estiró con placer, entrelazó las manos en alto y fue hacia su escritorio. Entre la correspondencia que su secretaria había dejado sobre el escritorio llamó su atención el fino material de uno de los sobres: su nombre y dirección aparecían escritos con pluma estilográfica. El sello provenía de Suiza. El remitente era un banco, el emblema, un león dentro de un círculo. Rasgó con creciente interés la solapa y extrajo un papel estilo pergamino no más grande que una esquela.


Estimado señor Oliver Adams:



En vista de no haber recibido respuesta a nuestra correspondencia anterior, nos permitimos remitirle la presente carta a su dirección de trabajo.
Es imprescindible que se comunique con nosotros con la mayor brevedad posible, para ponerle al corriente de la herencia dejada a usted por su difunto bisabuelo, el señor Conrad Strauss.
Los números de teléfono y dirección son los que aparecen en la tarjeta.

Esperando su pronta respuesta,

Quedamos a su entera disposición,
Muy atentamente,
Philip Thoman




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Capítulo 1


Praga, 1919




Hermann Steinschneider no podía saber de qué forma cambiaría su vida a partir de aquella noche. Sentado en un pequeño barril trataba de concentrarse mientras esperaba su turno, pero el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día seguía allí, a su lado, murmurándole al oído con voz casi tangible que partir de esa noche todo en su vida sería diferente. Aspiró hondo y se dio ánimos, se había preparado suficientemente y estaba listo para dar la sorpresa.


La música indicó que el número que le antecedía había finalizado. Se abrieron las cortinas y Hércules el Forzudo entró y pasó frente a él. Tres ayudantes arrastraban a duras penas unos juegos de discos, las pesas, y una barra, adminículos que Hércules tomó con una sola mano; lo miró, hizo un guiño, y se perdió tras la tramoya. Hermann sonrió al verlo, le parecía patético. Como él mismo.


En pocos instantes saldría a la pista, se puso de pie, y con gesto maquinal alisó sus cabellos, pues había renunciado al sombrero de copa. No quería ser visto como un mago del montón, aunque sus trucos no eran nada extraordinarios. Consciente de que su encanto personal atraía al público más que cualquier malabarismo ejecutado con técnica refinada, lo desplegaba como lo haría un actor de teatro. Sabía jugar con las emociones, y cada ademán suyo era ejecutado casi con la misma gracia de un bailarín de ballet. Acomodó su capa negra, un accesorio circunstancial, que le servía para cubrir sus ropas abrillantadas por el uso, y se preparó para salir.


—¡Damas y caballeros! Con ustedes: ¡Hermann... el Magnífico! —voceó Lothar.


Escuchó la aclamación, sabía que gran parte de los que aplaudían y vitoreaban habían ido a verlo a él, la estrella del circo. Esperó a que dos muchachas vestidas con brillantes mallas recogieran las cortinas para hacer su aparición con el efectismo que le gustaba. La banda tocó un redoble; dio un par de pasos y se quedó de pie mirando al público, junto a las chicas. Su agradable sonrisa contrastaba con su mirada de ave rapaz al acecho de su presa. Después de unos segundos, caminó iluminado por un haz de luz, mientras un aparejo rodante parecía avanzar solo, detrás de él. Se detuvo en el centro de la pista, se inclinó con elegancia saludando a la audiencia, y empezó su actuación.


Extendió el brazo izquierdo hacia el pequeño carro que se había situado a su lado, y una vara con un extremo encendido apareció en sus manos. Mientras recorría al público con una mirada que más parecía un reto, sus ojos tropezaron con los de un hombre sentado en primera fila que lo observaba con fijeza. Como todos. Pero resaltaba entre los demás. Fueron sólo unos segundos que a Hermann se le antojaron minutos. Regresó la sensación que le había invadido durante el día, hizo un esfuerzo y logró centrar la atención en su rutina. Era su gran noche. No podía permitir que algo saliese mal, y pese a que sabía que estaba siendo escudriñado por el extraño individuo, fingió ignorarlo.


La sustancia que utilizaba para lanzar llamas por la boca era un líquido altamente inflamable a muy bajas temperaturas, pero de manera inexplicable, se quemó los labios mientras hacía el acto de tragafuegos. Disimuló el dolor y prosiguió con su actuación como si nada hubiera pasado. Luego siguió con el de los naipes que desaparecían y aparecían como por encanto, monedas, dados, esferas brillantes y uno de los trucos que encantaba a la gradería: el de la cuerda que cortaba en varios trozos y después aparecía intacta. Manipulaba con habilidad y estilo toda suerte de objetos, y aunque eran trucos vulgares, la elegancia de sus movimientos proporcionaba la magia necesaria para hacer parecer que, en efecto, era Hermann, el Magnífico.


Justo antes de empezar la última parte de su actuación, notó con alivio que el individuo de la primera fila se había retirado. Estaba seguro de que su presencia hubiera impedido su buena ejecución en el acto final; sería la primera vez que lo haría y sabía que de ello dependería su futuro.


—Damas... caballeros... —dijo con voz grave, mientras la banda de músicos dejaba de tocar el redoble final que había iniciado. Se miraban entre ellos, confundidos, pues no habían ensayado esa parte, sin embargo, el desconcierto reinante duró pocos segundos, el hombre que manejaba las luces tomó control de la situación y proyectó un círculo luminoso donde el mago estaba de pie.
Hermann miró al público más allá del halo que lo rodeaba, como si los observase con atención uno a uno; los asistentes le devolvieron la mirada fijando la vista de manera inconsciente en el centro de sus tupidas cejas, mientras las voces se fueron apagando gradualmente.
—¿Alguno de ustedes podría decirme qué hora es? —preguntó, poniendo fin al silencio.
Un murmullo de extrañeza recorrió la gradería. Miraron sus relojes, pero nadie se atrevió a hablar.
—Usted, caballero, ¿puede decirme qué hora marca su reloj? —preguntó a un hombre gordo que tenía un reloj de cadena en la mano.
—Las siete y treinta —dijo, observando su reloj.
—¿Podría decirlo en voz alta?
—¡Las siete y treinta! —se atrevió a gritar el gordo.
—¡Sí, son las siete y treinta! —gritaron varios.
—¿Están seguros? —insistió Hermann.
—¡Claro que sí! —gritó con voz aguda una mujer desde la cuarta fila—. ¡Mi esposo no miente!
—No. Ustedes están equivocados —afirmó Hermann, inmutable. Señaló el pequeño reloj esférico que colgaba de su mano y paseó su mirada por la audiencia, que había enmudecido—. Son las ocho en punto, por lo tanto: mi función ha terminado.


Hizo una venia, dio la vuelta y se alejó del centro de la pista desapareciendo tras los bastidores, seguido por su ayudante liliputiense, que empujaba el carro con todos los artilugios. La luz volvió a iluminar el circo, la banda tocó un redoble a rabiar, para finalizar con los acordes circenses que indicaban el cierre de la actuación de esa noche, mientras varios payasos pedaleaban sus monociclos alrededor de la pista, despidiendo el espectáculo con toda suerte de piruetas y desaparecían tras las cortinas. El hombre gordo del público, miraba su reloj sin poder creer lo que veía: las ocho en punto. Igual sucedió con los demás, que se consultaban unos a otros. La estupefacción se fue transformando en asombro, y la gente, entusiasmada, ovacionó durante largo rato, pero Hermann no regresó a la pista, caminaba rumbo a su carromato reprimiendo la agitación que le recorría el cuerpo.


Abrió la puerta, y empujó el pequeño armazón con ruedas hacia el interior por una angosta rampa de madera. Su ayudante enano retiró la rampa y se fue. Entró y pasó la llave; una vez a solas, inspiró hondo y ya sin ningún testigo dio rienda suelta a sus emociones.


—¡Lo logré! —gritó con fuerza, apretando un puño triunfal.


Un ligero ardor en los labios le recordó al individuo de la primera fila, al tiempo que trajo con malhumor a su memoria el único detalle que había empañado la noche. Quemarse era imposible y, supersticioso como era, lo consideró una señal. Tal vez era el comienzo de una nueva etapa, tal vez ya no necesitase ser más un tragafuegos, ni ejercer de prestidigitador… Se quitó la ropa de trabajo y después de doblarla cuidadosamente para la función del día siguiente, vistió una camiseta y el viejo pantalón que acostumbraba. Se sentó en su camastro y encendió la lámpara de queroseno situada sobre un cajón de madera dispuesto a modo de mesilla. La llama iluminó varios libros manoseados hasta la saciedad: tratados de ocultismo, adivinación, astrología, y su lectura preferida: hipnotismo. Pasaba horas estudiando la manera de convertirse en el mago más importante de Europa, deseaba con fervor llegar a poseer dones especiales que algún día lo sacasen de aquel tugurio y ahora estaba seguro de haberlo logrado. Sólo tenía que perfeccionar su técnica y dar variedad al espectáculo; esa noche sólo había sido el principio, después dejaría el circo y trabajaría por su cuenta. Lo que había hecho le rebasaba, iba mucho más allá de su comprensión; fue en esos instantes, al tratar de tomar un libro de encima del cajón, cuando notó que sus manos temblaban. El sonido seco de tres golpes en la puerta interrumpió su abstracción.
Esperaba que no fuese Lothar. No tenía ánimos para discusiones, la última vez se había negado a pagarle aduciendo que no hubo suficiente taquilla. Tampoco tenía deseos de darle explicaciones sobre su actuación. Deseaba estar a solas y regodearse recordando los intensos momentos vividos en la pista.


—¿Quién es? —preguntó con sequedad. No hubo respuesta. Se alzó de hombros; no abriría.
Los tres toques se volvieron a repetir. Parecían dados con algún objeto, tal vez un bastón. Si fuese Lothar usaría los puños. Fue a la puerta y la abrió con brusquedad.
—¿Quién demonios...? —dejó la pregunta en el aire al ver al hombre frente a él.
—Buenas noches, Hermann —dijo con una ligera sonrisa el mismo individuo de la primera fila—. ¿Me permites? —agregó, mientras subía al carromato como si se tratase de su casa. Sus ropajes lucían insólitos en el modesto ambiente. Vestía un impecable abrigo negro, largo y cerrado; en el cuello de su camisa de seda que resaltaba por su blancura, refulgía un broche que a primera vista parecía una perla negra rodeada de brillantes. No parecía prestar importancia a la sencillez del carromato, que rayaba en la miseria, aparentaba sentirse tan cómodo como si estuviese en un aposento regio. Hermann de pie, aún junto a la puerta abierta, lo miraba estupefacto.
—Caballero, ¿lo conozco?
—Soy el señor de Welldone.
—¿A qué debo el honor de su visita?
Dejó la puerta abierta y se acercó al hombre.
—Tienes razón al decir que mi visita es un honor para ti. Son muy pocos a los que he visitado.
Movido por la curiosidad, le siguió el juego.
—Perdón, señor, por mi falta de cortesía, sírvase tomar asiento —le invitó, mientras indicaba el único taburete que había en el cuartucho.
Welldone se sentó, cruzó las piernas y apoyó con actitud mundana una mano en su pulido bastón, en cuyo mango había incrustado un enorme cabujón de rubí. Hermann hizo lo propio en su camastro y esperó a que el insólito visitante siguiera hablando. Se sentía incómodo; al mismo tiempo, intrigado.
—¿Qué es lo que más deseas en la vida? —preguntó Welldone.
—¿Yo?
—¿Acaso hay alguien más aquí? Sí, me refiero a ti, por supuesto.
—¿Y qué sentido tiene que le confíe qué es lo que más anhelo? —indagó Hermann con impaciencia.
—Tienes la oportunidad de hacer realidad tus más íntimos deseos, ¿y sólo se te ocurre preguntar eso?
—Dinero —dijo, sin dudarlo. Nunca se sabía cuándo podría surgir un buen negocio.
—Dinero..., ¿es todo?
—¿Existe acaso algo mejor que el dinero? Con él se puede comprar todo. —Fue hacia la puerta y la cerró. Volvió a sentarse en la cama.
—¿No te interesaría conocer el futuro, por ejemplo? O lees esos libros como pasatiempo.
Welldone transformó su sonrisa en una mueca imperceptible señalando con el bastón los volúmenes que estaban junto a la lámpara.
—¿Estos? Son un medio para obtener dinero. Algún día seré famoso y cobraré mucho por mis conocimientos —comentó Hermann acariciando la tapa de uno de ellos.
—Me temo que los conocimientos que obtendrás de esas patrañas no te ayudarán —alegó Welldone, lanzando a los libros una mirada de desprecio—. Sólo existe una manera de aprender la verdadera magia.
—¿Cuál?
A Hermann la conversación le empezaba a resultar atractiva.
—Deseándolo. Si lo deseas podré ayudarte. Obtendrás poderes que te servirán más que el dinero.
—¿Por qué un caballero como usted querría enseñar a alguien como yo a obtener poderes?
—Tienes cualidades. Te he observado, con un poquito más de concentración... tal vez evites prender fuego a la carpa —comentó Welldone con ironía.
—¡Vaya! Ya veo... —dijo Hermann, sintiéndose incómodo—. Nunca había ocurrido. Lástima que no presenciase mi último número.
—Lo hice —dijo Welldone— y dudo mucho que lo hubieras llevado a cabo con éxito de no estar yo presente.
Era demasiado para Hermann. Guardó silencio y examinó a Welldone con seriedad. Su noble cabellera de visos plateados que le llegaba casi a los hombros le daba un aire majestuoso. Su rostro había dejado de mostrarse amable.
—No. No le creo —arguyó Hermann, sin dejarse intimidar— estuve estudiando mucho tiempo, pasé largas horas con estos libros —golpeó con la palma el lomo de uno de ellos— y lo logré, finalmente lo logré. No será usted quien me robe mi primera noche de triunfo.
—Y la última —dijo Welldone.
Su indignación se transformó en inseguridad. Hermann volvió a sentir el desasosiego que lo había acompañado a lo largo del día, y que él había atribuido a lo que haría aquella noche. Miró con atención al hombre y vio que sus ojos parecían dos rayos que podrían traspasarlo. Welldone paseó su vista por el cuarto y se fijó en dos cajas de cartón montadas una sobre otra en una esquina. Señaló con su bastón la de abajo.
—¿Son esos todos tus ahorros? Son una miseria. No vale la pena tenerlos tan escondidos.
Hermann lo miró con desconfianza.
—Puedo decirte la cantidad exacta que guardas en el bolso de tela verde. —Y se la dijo.
—¡Oh, por Dios, me ha espiado!
—¿Te parece que necesito hacerlo?
Hermann contuvo los deseos de abalanzarse sobre la caja para ver si aún estaba su bolso con el dinero.
—¿Qué clase de truco es ese? —preguntó, recuperando la compostura.
—Yo hago magia, no hago trucos de prestidigitación, ni ilusionismo —acentuó Welldone con desdén— puedo enseñarte mucho, hacer que tu actuación de hoy se repita siempre, enseñarte los secretos para obtener poder, ¿te han dicho esos libros qué es el ocultismo? Yo sí puedo hacerlo. Puedo leer tu mente. Estás empezando a creer que lo que digo es cierto, pero tienes miedo, pues sabes que todo tiene un precio. También te estás preguntando qué interés puedo tener en ello.
—Es cierto, pero son preguntas lógicas. No se necesita leer la mente para imaginarlas.
—Tienes razón, pero era lo que pensabas. El sentido común tiene mucho que ver con lo fantástico, aunque parezca paradójico.
—Usted desea enseñarme a obtener poderes que me harán rico, ¿puedo preguntar por qué a mí?
—Muy simple. Tienes madera, necesitas aprender y eres ambicioso. Además, está en tu destino —dijo Welldone, enigmático.
Hermann guardó silencio y bajó la mirada. Pensó que estaba delirando. Últimamente había tenido sueños muy raros. Levantó la vista y el hombre seguía allí. No era un sueño, ni una visión.
—¿Podría decirme exactamente quién es usted y qué pretende de mí?
—Yo provengo del tiempo, he sido testigo de la historia. Di poder a Napoleón para una noble causa y no se le ocurrió otra cosa que coronarse emperador.
—Eso sucedió hace mucho, además, ¿qué tiene que ver conmigo?
—Grígori Yefímovich fue el último al que otorgué poderes, y no supo utilizarlos. Y no fue hace mucho —prosiguió Welldone, inalterable.
—¿Usted otorgó poderes a Rasputín? —preguntó Hermann estupefacto.
—Y desencadenó una serie de desaciertos, fue el responsable del descontento que terminó provocando el estallido de la Revolución Rusa y que desembocó en el fin de la dinastía Romanov.
—¿Y para qué querría usted que un ser como aquel obtuviese poderes?
—Era necesario. Sólo tenía que haber aconsejado a Nicolás II y Rusia se hubiera salvado de los bolcheviques. ¡Era una tarea tan sencilla!
—Parece conocer mucho del futuro, pero no comprendo de qué sirve, si sabe que el destino es inalterable. ¿Por qué es tan importante para usted modificarlo?
—Eres un hombre inteligente, Hermann. Sé que el destino podría cambiar, ¡ah, claro que sí! Sólo tengo que encontrar al hombre que esté dispuesto a hacerlo —contestó Welldone, evasivo.
Hermann empezó a mirarlo con desconfianza. El hombre le inspiraba temor.
—Señor... creo que se ha equivocado de persona. No soy el que busca —se dirigió resueltamente a la puerta haciendo ademán de abrirla.
—¿No eres tú Hermann Steinschneider, el que desenterraba cadáveres de soldados para entregarlos a sus parientes alemanes? ¿Tu mujer no se llama Ida Popper?
Hermann detuvo su mano antes de alcanzar el cerrojo y se volvió hacia él.
—Sí... así es, pero no entiendo... usted acaba de mencionar a personajes famosos que forman parte de la historia, no comprendo qué tendría que decirme a mí.
—¡Ah! Eso... discúlpame, vivo en el pasado tanto como en el presente, pero no es el tema que nos convoca —dijo Welldone, y prosiguió sin dar explicaciones—, tienes mucho que aprender, Hermann, todos formamos parte de la historia, de una forma o de otra. Te propongo ser el mejor mago del mundo. Pondré en tus manos el verdadero conocimiento, el que te hará rico y poderoso. ¿Acaso no es lo que deseas?
—¿A cambio de qué? —preguntó Hermann a bocajarro.
—No te preocupes por ello. Llegado el momento lo sabrás, pero te adelanto que es algo que podrás cumplir.
El germen de la ambición empezaba a hacer estragos en Hermann. Su determinación de alejar al personaje se suavizó. Si era algo que podría cumplir, a cambio de ser rico y poderoso, la propuesta empezaba a parecerle bastante más que conveniente, pero sabía que lo que se obtenía de manera fácil, no siempre era lo más apropiado. Su temor se transformó en intriga.
—No sé... todo me parece tan extraño —arguyó Hermann, sin mucha convicción.
—En fin, como dicen los irlandeses, ¿qué es el mundo para un hombre cuando su esposa es viuda? Has de tomar una decisión —exclamó Welldone, poniendo las dos manos sobre el bastón.
Hermann sintió que la habitación estaba gélida. El rostro de Welldone se volvió sombrío, parecía haber envejecido aunque no se le notaban los signos de la edad. Su sonrisa había desaparecido. Se puso de pie y se le acercó. Tocó ligeramente la frente de Hermann con un dedo.
Deliberando saepe perit occasio... ¿Ves qué hermoso es tu palacio? —preguntó. Hermann miró en derredor y contempló con asombro que estaba en medio de un lujoso salón, rodeado de candelabros, cuadros que adornaban las paredes y muebles tapizados en materiales nunca vistos por él—. Así es como podrás vivir si vienes conmigo. —Welldone hizo un ligero gesto con la mano y todo desapareció, luego volvió a tomar asiento con tranquilidad.
—¿Cómo pudo? —Atinó a preguntar Hermann, con voz apenas audible.
—Siempre puedo. Hice que sucediera esta noche. Tu noche. ¿Comprendes? —enfatizó—. Espero que tomes una decisión.
Riqueza y poder a cambio de algo que podría cumplir y que, según él, no parecía ser tan difícil, pensó Hermann.
—Sólo quiero saber qué es lo que pide a cambio.
—Querido Hermann, es algo muy sencillo, pero no puedo darte detalles. Llegado el momento tendrás que decidir, esa es la condición.
—Debe ser muy importante para usted —comentó Hermann con suspicacia.
Welldone sonrió. A Hermann le pareció ver una sombra de tristeza en su mirada.
—No te imaginas cuánto, querido amigo —dijo Welldone con un tono de voz diferente al que había estado usando, bajó la mirada y pareció concentrarse en el rubí de su bastón.
Su actitud conmovió a Hermann. No parecía ser un mal hombre, y pensó que no tenía nada que perder.
—Acepto —dijo por toda respuesta. Dejó caer sus barreras: su ambición había vencido.
—Déjalo todo y ven conmigo. —Invitó Welldone poniéndose de pie, sabía que había dado en el blanco. Le obsequió con una inclinación de su hermosa cabeza, e hizo un ademán indicando el camino.
—Espere un segundo —alegó Hermann. Fue directamente a la caja del rincón y bajo la mirada comprensiva de Welldone, sacó la bolsa verde donde guardaba sus ahorros y apagó la lámpara de keroseno. Dio una última ojeada a sus libros, su traje negro, sus utensilios de magia y cerró la puerta, dejándolos en la oscuridad. Se volvió hacia Welldone—. Ya podemos irnos —dijo.

EL LEGADO, la hija de Hitler, por Blanca Miosi



Pocas personas influyeron tanto en la vida de Adolf Hitler como el misterioso Erik Hanussen considerado, durante muchos años, el mejor vidente de Berlín y consejero personal del dictador. Dos personalidades ambiciosas que se utilizaron mutuamente para obtener lo que más deseaban. Pero, todo tiene un precio… Hanussen ayudó a Hitler en su fulgurante ascenso al poder; sin embargo, no fue capaz de controlar las consecuencias de una descendencia con los mismos genes que el Fuhrer. A partir de la misteriosa historia de Erik Hanussen, astrólogo, vidente, mago y amigo personal de Adolf Hitler, El legado. La hija de Hitler es una fascinante novela sobre una saga familiar fantásticamente ambientada, un relato con personajes perseguidos por un pasado que determinará sus trágicos destinos.



Erik Hanussen fue un misterioso personaje. Nació en Viena alrededor del año 1880. De origen judío, su verdadero nombre era Harschel Steinschneider. En su juventud trabajó en circos ambulantes y recorrió el centro de Europa hasta que abrió un pequeño consultorio de orientación y videncia en Praga. A mediados de los años veinte, Hanussen se vio obligado a
huir de Praga y se trasladó a Berlín. En Berlín se asoció con Hans Einz Ewers, un extraño conferenciante que pronto intuyó que su relación con Hanussen podía ser provechosa para ambos. Fue él quien, una tarde, le presentó al joven Adolf Hitler. Según parece sólo conocerlo le vaticinó que en unos años «la nación germana estaría a su merced». Desde ese momento
Hitler y sus más cercanos colaboradores se convirtieron en asiduos clientes de Hanussen, frecuentando su recién estrenado Palacio del Ocultismo. En una sesión especial, Hanussen, valiéndose de la auto hipnosis, predijo el incendio del Reichstag. Al cabo de dos días el mítico edificio fue presa de las llamas. Señalado como sospechoso, el Palacio del Ocultismo fue clausurado y se prohibieron las reuniones y conferencias que organizaba Hanussen. A principios de abril de 1933, su cuerpo fue encontrado acribillado a balazos en un bosque a las afueras de Berlín. Su cadáver nunca fue plenamente identificado.